Esto, parece ser, es lo que buscan las actuales políticas de salida a la crisis. Unas políticas que cuentan con un claro sesgo ideológico, tanto a nivel económico como social.

Y es que en la medida en que se recortan servicios básicos, como sanidad y educación, y prestaciones sociales diversas, como la Ley de Dependencia, hay todo un trabajo de cuidados, invisible pero necesario, que acaba volviendo a recaer, mayoritariamente, en las mujeres. El ataque frontal a un maltrecho Estado del Bienestar y la transferencia del coste de la crisis a los sectores populares, se sostiene sobre nuestras espaldas.

No en vano, el sistema capitalista se perpetúa, en buena medida, a partir del trabajo doméstico no asalariado, que realizamos sobre todo las mujeres en los hogares. Una cantidad de trabajo enorme, no remunerado, del que no se puede prescindir y del cual el capitalismo necesita para subsistir.

Al poco de llegar al gobierno, el PP anunció un recorte de 283 millones de euros en la ya muy anémica Ley de Dependencia, arrastrándola al borde de la desaparición. Una medida que, más allá de dejar a unas 250 mil personas sin ayuda y casi imposibilitar la incorporación de nuevos beneficiarios, aumentó la presión sobre las mujeres. Los cuidados que ya no son asumidos por la administración pública acaban recayendo en el ámbito privado, en el hogar y, en especial, en las madres e hijas de personas dependientes. El bienestar familiar se mantiene a costa de aumentar el trabajo doméstico.

Si observamos las cifras de las personas inactivas, según el Instituto Nacional de Estadística (INE) en 2010, el 96,4% que declararon no buscar trabajo por razones familiares (cuidar niños o niñas, adultos enfermos, personas discapacitadas, etc.) eran mujeres. Y en la medida en que éstas tenían descendientes, su tasa de ocupación disminuía. Sin hijas ni hijos, el empleo femenino se situaba en un 77% y con ellos en un 52%. Mientras, la tasa de ocupación masculina no se veía alterada por este hecho y en todo caso aumentaba si se tenían descendientes. Conclusión: la conciliación de la vida personal y laboral se lleva a cabo a costa de la exclusión laboral, la precariedad y/o a los ritmos de vida frenéticos e insostenibles de muchas mujeres.

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Otras medidas tomadas por el gobierno como la congelación de las pensiones y la ampliación del período de cálculo de la cotización tienen también consecuencias muy negativas para nosotras. Una mayor presencia en la economía informal y, a menudo, una vida laboral intermitente, debido al cuidado de terceros, dificultan el poder sumar una cotización mínima.

Las mujeres encabezamos el ranking de los empleos mal pagados y socialmente desvalorizados. Del total de contratos a tiempo parcial, un 77,6% están en nuestras manos. Y la precariedad del empleo que fomenta, aún más, la última reforma laboral, no hace sino dificultar nuestra autonomía y conciliación personal y familiar. Asimismo, es importante señalar que ambos sexos no partimos en igualdad de condiciones en el mercado de trabajo. Las mujeres cobramos un 22% menos de media por año que nuestros compañeros, según la última Encuesta Anual de Estructura Salarial publicada en 2009 por el INE, y esta discriminación salarial crece cuando mayor es nuestro nivel de estudios.

Más allá de estos recortes en derechos sociales y laborales, enfrentamos una creciente ofensiva reaccionaria contra derechos sexuales y reproductivos. El  proyecto de reforma de la Ley del Aborto del PP, que pretende restringir aún más las condiciones, plazos y supuestos para abortar, y que nos hace retroceder años atrás en dichos derechos, es sólo la punta de lanza.