El cerebro es un órgano muy complejo; cuando se nos ocurre reflexionar sobre él con cierta profundidad nos solemos preguntar por qué funciona tan bien la mayoría de las veces. Pero en general no solemos pensar en eso. Sencillamente, damos por sentado que poseemos esta maquinaria electroquímica casi silenciosa e increíblemente poderosa. La alimentamos, la protegemos con un casco cuando viajamos en moto o en bicicleta o cuando tenemos riesgo de ser golpeados en la cabeza realizando nuestro trabajo; simplemente dejamos que trabaje por nosotros. Tan solo nos sorprendemos, nos sentimos vencidos y asustados, cuando empieza a fallar de alguna manera.

La enfermedad de Alzheimer destruye gradualmente un enorme número de células cerebrales, y tal destrucción conduce a la pérdida paulatina de la memoria, incapacita para aprender, e inhabilita a la persona para llevar a cabo las actividades más simples y primarias. Esta enfermedad no se manifiesta de forma brusca; se va desarrollando de forma tan gradual que su comienzo es imperceptible. Esta característica de ser una enfermedad que se va arrastrando tan lentamente borra las fronteras habituales entre salud y enfermedad de tal manera que pueden incluso llegar a hacernos dudar de nuestros supuestos más básicos sobre la enfermedad.

Cuando se ejerce una medicina humanista nos interesa conocer la enfermedad, pero fundamentalmente nuestra preocupación se centra en la persona que padece la enfermedad.

Mientras la memoria se va para siempre el afecto interactivo entre el enfermo de Alzheimer y su familia es lo que les mantiene identificados entre ellos. La memoria ya no les sirve, pero sí su cariño. No graba nuestras palabras, nuestras órdenes, nuestras ideas, pero sí aprecia nuestros gestos de afecto hacia ellos, nuestra sonrisa, nuestra caricia, nuestra mirada. Ahora necesitan de nuestra ayuda: que le acerquemos la comida a su boca, que le pongamos ese vestido o esa camisa que sabemos que siempre le gustaba ponerse, que hablemos por él, que exijamos ante quien sea lo que ellos necesitan. El enfermo pierde poco a poco todas sus facultades, deja de hablar, de moverse, de reconocer, pero sigue estando vivo, sigue sintiendo y lo expresa, aun que sea con la mirada.

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Quienes cuidan a estos enfermos, su familia, también han sido tocados por esta enfermedad, no en sus aspectos biológicos, pero sí en sus aspectos emocionales y sociales.Y como no, también en sus aspectos espirituales. Es entonces cuando el familiar empieza a cuestionarse las preguntas básicas de la vida : ¿qué es la vida? ¿qué es la persona? Pero le mira y se da cuenta que aún tienen vida y además sigue siendo persona, incluso cuando está llegando su final. Es un momento complicado para quienes le cuidan porque es cuando hay que comenzar a tomar algunas decisiones importantes.

Durante su enfermedad habrá tenido episodios de atragantamiento que cuando se repiten habrán motivado aplicarle una sonda nasogástrica para asegurar su hidratación y su nutrición, pero en la fase terminal la mayoría de los enfermos de Alzheimer dejarán de ingerir alimentos por la boca y puede que duerman muchas horas. Es en este momento cuando la familia empieza a preocuparse de que se encuentre incómodo, de que tenga hambre, tenga sed. Es en este momento cuando los profesionales sanitarios podemos ayudar a los familiares explicándoles que se encuentra en fase terminal y en ella no están incómodos ni sienten hambre ni sed porque su cuerpo se está apagando. Se trata de un proceso natural. Su aparato digestivo y sus riñones ya no pueden seguir procesando los nutrientes o eliminando los residuos tal y como lo hacían antes. Introducir en el organismo suero, en esta fase, puede ser la causa de que el corazón se congestione y se colapse, y los pulmones también pueden congestionarse porque el corazón asimismo está empezando a fallar y no puede bombear esa mayor presión sanguínea. Las manos y los pies empezarán a estar fríos y pueden tener un aspecto hinchado y azulado porque los tejidos no obtienen un nivel normal de oxígeno. El enfermo ahora casi no responde a los estímulos, y su respiración es más lenta, incluso puede resultar ruidosa porque hay acumulo de flemas en la garganta.

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El final de la vida de estos enfermos suele ser un momento tranquilo, y la persona simplemente se va. La familia que está a su lado en ese instante puede percatarse de repente de que el enfermo ya no respira. En unos pocos minutos se para el corazón y el enfermo, por fin, descansa.

La vida se ha escapado y el cuidador ya no puede realizar su labor ni el intercambio interactivo de cariño. Ese vacío le provocará gran cantidad de emociones que se caracterizarán por episodios de alivio, reproches, culpa, ira, soledad y nuevos propósitos. Pero no podemos olvidar que llorar la pérdida de un ser querido es un acontecimiento emocional muy complejo, que sólo se lo podrían transmitir quienes han pasado por esa dolorosa pérdida, no quienes lo contemplamos desde fuera. Para la familia la memoria no se va para siempre, porque nunca olvidarán el cariño que se transmitieron.